El perro como síntoma urbano
Tener un perro en un ámbito urbano se ha convertido en toda una aventura. ¿Pero acaso estos animales de compañía están contribuyendo en la transformación del territorio?
9/16/2024


En la ciudad contemporánea, el perro ha dejado de ser solo un compañero para convertirse en un signo urbano, una clave de lectura del espacio público y de las relaciones sociales que lo habitan. Desde los parques hasta las aceras, su presencia revela no solo prácticas de afecto y cuidado, sino también las tensiones de clase, las transformaciones barriales y las desigualdades soterradas en el urbanismo pet-friendly.
Hoy, tener un perro en Madrid no es lo mismo en Chamberí que en Villaverde. No porque falten espacios: de hecho, Villaverde cuenta con más zonas verdes que el distrito Centro. Tampoco por falta de regulación: las normativas que rigen la tenencia de mascotas son claras. Sin embargo, la diferencia está en el valor simbólico y social que asume el perro en cada territorio. En barrios centrales, el perro es muchas veces parte de un estilo de vida de clase media-alta que se expresa en tiendas especializadas, servicios premium y espacios pensados para la socialización canina —y humana—. El perro se convierte, entonces, en mediador de una urbanidad ordenada, higiénica y estéticamente cuidada.
En Villaverde, en cambio, aunque existan parques y normativa, la experiencia del perro está atravesada por otras dinámicas. Allí el perro no siempre es un accesorio del estilo de vida, sino parte de una red comunitaria más amplia, menos individualista, a menudo más pragmática. La diferencia no está en el perro, sino en la mirada que se proyecta sobre los territorios y sus habitantes. El mismo acto —sacar al perro a pasear— no significa lo mismo en un barrio que en otro, porque no se vive desde los mismos códigos sociales ni se recibe desde las mismas representaciones.
Sylvie Tissot ha escrito sobre cómo ciertos elementos del urbanismo contemporáneo —como los parques bien cuidados o los cafés con terraza— son herramientas de gentrificación simbólica. El perro también lo es. No como culpable, sino como marca de pertenencia. En ciertos barrios, tener un perro ya no es solo una elección personal, sino una señal de integración a un modelo de ciudad aspiracional, seguro, conectado, “verde” y rentable. Esa imagen, sin embargo, puede excluir a quienes no cumplen con esos códigos de clase, raza o consumo.
El reto, entonces, no está en ampliar o restringir el espacio para las mascotas, sino en reconocer cómo su presencia se inserta en debates más amplios sobre el derecho a la ciudad. No se trata de quién tiene perro, sino de quién puede habitar la ciudad con él sin sentirse fuera de lugar. Porque el perro, en última instancia, no solo pasea por la acera: también camina sobre las huellas de la desigualdad, de los imaginarios urbanos y de los futuros posibles que las ciudades construyen para unos y no para otros.
La ciudad verdaderamente inclusiva no es la que admite perros en todas partes, sino la que no convierte al perro —ni a su dueño— en un marcador de clase. Ese es el horizonte desde el cual pensar una ecología urbana realmente democrática.