San Fermín, sostenibilidad desde abajo

El barrio de San Fermín ha logrado demostrar que la sostenibilidad urbana también puede brotar desde lo pequeño, desde lo colectivo, desde el vecindario.

10/7/2024

En una ciudad marcada por las grandes infraestructuras, los discursos técnicos y las intervenciones desde arriba, el barrio de San Fermín ha logrado demostrar que la sostenibilidad urbana también puede brotar desde lo pequeño, desde lo colectivo, desde el vecindario. Este barrio del sur de Madrid ha hecho del compromiso comunitario una herramienta para construir un entorno más habitable, justo y ecológico. Lo hace sin alardes, con acciones que no suelen ocupar titulares, pero que día tras día transforman el territorio.

Uno de los ejemplos más contundentes de este urbanismo popular es el huerto comunitario del barrio. Más que un espacio para plantar tomates o hierbabuena, el huerto es una escuela viva de sostenibilidad. Allí se cruzan saberes tradicionales con prácticas ecológicas, educación ambiental con socialización vecinal. Se trata de un lugar donde niños y mayores aprenden juntos a cuidar la tierra, a entender el ritmo de las estaciones, a producir vida en común. En un contexto urbano cada vez más privatizado, el huerto recupera algo esencial: la posibilidad de apropiarse del espacio desde lo común.

Este tipo de iniciativas no surgen por generación espontánea. Son fruto de una acción vecinal organizada, persistente, que ha sabido articularse en torno a la Asociación Vecinal de San Fermín. Desde hace años, esta entidad ha liderado luchas clave por el barrio, como la recuperación del Parque Lineal del Manzanares o la defensa de la Cuenca Baja del río. Son reivindicaciones que combinan cuidado medioambiental con justicia territorial, y que apuntan a un modelo de ciudad más equilibrado y sostenible. Porque proteger un río no es solo preservar la biodiversidad, sino también asegurar calidad de vida y pertenencia para los vecinos que lo rodean.

Frente a estas iniciativas, el barrio ha tenido que enfrentarse a amenazas muy concretas, como el crematorio instalado junto a la M-40. Su impacto en la salud y el entorno es una muestra de cómo ciertos barrios son tratados como zonas de carga, espacios donde se ubican infraestructuras molestas que no tendrían cabida en distritos más centrales o privilegiados. La respuesta vecinal ha sido firme: protestas, informes, acciones colectivas. Porque San Fermín no acepta ser un vertedero urbano, ni tampoco un territorio sin voz.

Otro reto importante es el uso de la Caja Mágica. Este macroequipamiento, construido con fines deportivos y de espectáculo, permanece desconectado del tejido del barrio. Para muchos vecinos, la Caja Mágica representa un símbolo del urbanismo que no escucha: una infraestructura millonaria que, en lugar de integrarse, se alza como un muro. La propuesta de la comunidad es clara: transformarla en un equipamiento sostenible, abierto, útil para el barrio. Que deje de ser una isla y se convierta en parte del archipiélago vecinal que forma San Fermín.

La lección de este barrio es potente. Nos recuerda que la sostenibilidad no depende solo de planes estratégicos o fondos europeos, sino de la capacidad de una comunidad para organizarse, cuidarse y proyectar futuro. Que la ciudad verde no será tal si no incluye a todos los barrios. Y que, quizás, las respuestas más honestas a la crisis climática y urbana no están en los discursos grandilocuentes, sino en un huerto, en una asamblea o en un paseo comunitario junto al río.

San Fermín no es una excepción, pero sí un ejemplo. Un modelo de cómo la ecología urbana puede y debe construirse desde abajo. Porque el derecho a la ciudad también incluye el derecho a sembrarla.